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Abismos

https://i.pinimg.com/564x/2e/1c/a7/ 2e1ca7ec6d11b6fa064a0c5116a3c4b0.jpg Cuando el niño llegó, estaba triste. Ella salió a recibirle a la puerta, le abrazó y le habló con esforzado entusiasmo, pero él respondió con desgana y se escabulló por el pasillo, silencioso, absorto, y se sentó apático en el sofá con los ojos fijos en el televisor apagado.Dentro de ella una voz gritaba, No! No! No! pero la realidad estaba ahí, pertinaz. Ya hacía unos cuantos domingos alternos que el niño volvía de estar con su padre con esa desolación en la cara, no había forma de negarlo. El padre lo había dejado en el portal porque, Ya es mayorcito para poder subir solo los tres pisos de escaleras. Ella había saludado al padre por el interfono con una cordialidad impostada, sólo ansiaba ver la carita de su hijo con la suplicante esperanza de que aquello, fuera lo que fuera, que lo hacía tan desdichado cuando volvía de estar con su padre, hubiera desaparecido. Había salido al rellano para mirar por el hueco de ...

Remando remando

Roland Arhelger, https://creativecommons.org/licenses/by-sa/4.0 Hoy, de repente, he empezado a llorar. Ha sido como si se desbordara el lloro, como cuando se sale la leche. Ya no aguantaba más. Y he pensado, ¡Cuánto tiempo sin atreverme a llorar a solas!, sin llorar así. A veces voy por la calle con ese peso en el pecho como un cántaro lleno, deseando llegar a un refugio discreto donde poder volcarlo, pero llego a casa y la madre que hay en mí se adueña de la situación, y dice que lo más importante es poner al fuego el agua para la pasta y, mientras hierve, tiendo la lavadora que puse antes de irme al trabajo, y charlo alegre con mi hijo que ya no es un niño, y le doy instrucciones para que me ayude, y sólo un instante, durante la comida tal vez, pienso que al final no he llorado, que es importante muy importante llorar, pero que quizá más tarde. No sé, no sé si es miedo. Antes, y fue una gran cosa que aprendí, era capaz de llorar, de prepararlo todo para llorar a gusto. Cuando sentía...

Con los cinco sentidos

No le oyeron llegar. No oyeron el chirrido característico del ascensor en el rellano, ni la llave en la puerta, ni el golpe de la mochila contra el suelo de la entrada. Ya no se acordaban de escuchar hacia dentro de la casa después de tantos días de solo sus ruidos en el gran piso comunitario.  Estaban en el cuarto de Ana con la puerta cerrada y la ventana abierta. En el patio, el extractor de la sala de fiestas ya había empezado a funcionar; no se oía tan fuerte como al principio, unos meses atrás, cuando los vecinos se amotinaron, pero el zumbido monótono amortiguaba los sonidos del mundo y les aislaba tan eficazmente como el aire húmedo y caliente, que entraba a rachas por la ventana de par en par oliendo a tierra mojada, y la fina capa de sudor que los envolvía persistente desde hacía horas, ya se abrazaran asaltados por el deseo que llegaba de golpe, a rachas, como el viento de lluvia, o sólo charlaran y se rozaran levemente con los dedos, incapaces de dejar la piel totalmente...

Un par de huevos fritos

  A J. R., que me contó esta divertidísima historia real. Se me ocurre que esto que voy a contar sólo es creíble si uno recuerda cómo eran los domingos de invierno en Barcelona en los ochenta, ¡antes del Gran Evento! ¿Tú te acuerdas? El cielo gris, el aire sucio, la ciudad vacía; casi todo el mundo se iba y los que se quedaban hacían como que se habían ido y no salían de casa; los bares también hacían como que no había nadie y no abrían. La cosa más triste del mundo. Pues bién, aquel domingo de enero amaneció tan típico que casi daba risa: el cielo estaba de color pizarra muy lavada, o sea, que estaba claro que el sol no pensaba aparecer pero que tampoco llovería (porque para eso hace falta pasión y, como era un domingo típico de invierno en Barcelona, no había pasión por ninguna parte). Pero mis colegas y yo aquel domingo teníamos algo importante que hacer, así que las groserías del tiempo nos la traían floja. ¿Que hacía un día triste, sucio, inaprovechable?, pues mejor, así no ha...

La mirada

Me miro en el espejo del baño sin las gafas y me veo pero no del todo. Me miro sin las gafas porque me he lavado la cara y me estoy poniendo contorno de ojos, o porque me estoy peinando y para eso no necesito ver mucho porque mi indómito pelo se queda como le da la gana con o sin gafas. Me miro en el espejo de mi cuarto sin las gafas y me veo lo suficiente para saber si esos pendientes me quedan bien o no con ese vestido. Me miro en cualquier espejo de casa sin las gafas y me gusto y me reconozco. Pero luego, en la calle, con las gafas puestas y mucha luz (cruel), de repente me veo bien y me pego un susto. ¿Soy yo esa señora que viene hacia mí desde el fondo de la tienda? ¿Soy yo esa mujer algo cargada de espaldas que me recuerda mucho no a mi madre sino a su amiga Paquita Bueno, que era una mujerona, no como yo, pero que se fue cargando de espaldas exactamente así? ¿Dónde estoy yo, dónde he ido a parar, en quién me estoy convirtiendo? Cuando hablo con alguien más joven me pregunto qué...

Atentado

24 de agosto de 2017 Nos alejamos con la misma velocidad de los días trágicos que de los felices. El tiempo no se detiene. Ya hace una semana que dejé de escribir bruscamente porque me llamó Concha. Acababa de pasar lo de Barcelona. ¡Una semana ya! ¿Cómo puede ser? Y un día pasa después de otro y luego otro. No hay forma de parar. Parar para coger aliento, para llorar, para quedarnos en esa pena recién sentida, para honrar a los muertos, para no dejarlos atrás tan pronto, tan deprisa, como si fueran parte del paisaje que se ve desde la ventanilla del tren. Tan solos.

¿Por qué lo hice?

Creo que porque era domingo. Para mí el domingo es un mal día, se me queda la cabeza vacía de ideas y el alma de sentimientos; me siento como una cáscara de nuez hueca: sin nada madurando en mi interior.  Cansada de mí, me eché a la calle, cáscara al viento, decidida a poner en práctica las enseñanzas del libro de autoayuda titulado "¿Qué harías si fueras un…?" que, según su autora, es una manera excelente de liberar la propia energía creativa aprisionada por los complejos y prejuicios, y convocar así acontecimientos cuando nuestra personalidad normal parece incapaz de propiciarlos. Así que, siguiendo el ejercicio número uno, a saber: póngase el abrigo si hace frío y salga de casa, salí. Salí sin abrigo, no obstante, porque era mayo, y sin ninguna esperanza de que como nuez hueca fuera a ocurrirme nada que no le pudiera ocurrir a una mujer harta. Perseveré, a pesar de todo (yo cuando me pongo...), y deambulé un buen rato por las calles del Eixample que en domingo son más monó...

Aquella mañana

Patio de Plus Ultra / Manolo López Carrillo Aquella mañana, la última, mi padre se levantó temprano como de costumbre. Le gustaba la casa a esas horas. Era enero así que a las siete aún era de noche, pero algo del amanecer se empezaba a insinuar en el aire. Se puso el chándal y salió al patio. Hacía frío. Le pereció que hacía más frío que otros días, y pensó que seguramente era él, que tenía un poco de mal cuerpo. El recuerdo de la noche se le acercó a la conciencia como una alimaña al campamento, pero no lo dejó entrar. Empezó con su rutina de ejercicios sin forzarse pero decidido a hacerla entera, como cada día, como siempre. Ese era el plan.  Toda mi vida oí a mi padre pontificar sobre las bondades de hacer ejercicio en casa. Era la forma de asegurarte que siempre lo podrías hacer. Si dependías de otros o de un gimnasio o de lo que fuera, podría no estar a tu alcance en muchas ocasiones, pero una tablita en casa era algo que estaba siempre a mano, incluso de viaje. Trotó un rato...

PALPANDO LA OSCURIDAD. A propósito de El Golem, de Gustav Meyrink

  Cuando me entran muchas ganas de escapar de mi vida cotidiana, ese anhelo oleaginoso de hundirme en lo oscuro y encerrado que intuyo tras la cartesiana realidad, y quiero envolverme el corazón con el cerebro y viceversa, y hacer una travesía al otro lado de mí misma con un candil proyectando sombras en las paredes de los pasadizos secretos de mi inconsciente...., entonces, irremediablemente, releo, recaigo en El Golem. Recaigo en él y dentro de él; me aferro con las dos manos a su tapa negra como a esa piedra que parece un pedazo de grasa, en un último instante de vértigo aterrador antes de resbalar y caer, y mientras caigo trato de mirar por la ventana de la habitación que no tiene puertas, donde habita ese mojón oscuro, ese puñado de ropas viejas que adoptan en la penumbra la apariencia de un hombre. Y cuando creo despertar de lo que parece un sueño, me hallo deambulando por el intrincado barrio judío de Praga y respiro el aire agobiante de sus callejas sin luz. Ahora soy un ho...