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Abismos

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Cuando el niño llegó, estaba triste. Ella salió a recibirle a la puerta, le abrazó y le habló con esforzado entusiasmo, pero él respondió con desgana y se escabulló por el pasillo, silencioso, absorto, y se sentó apático en el sofá con los ojos fijos en el televisor apagado.Dentro de ella una voz gritaba, No! No! No! pero la realidad estaba ahí, pertinaz.
Ya hacía unos cuantos domingos alternos que el niño volvía de estar con su padre con esa desolación en la cara, no había forma de negarlo.
El padre lo había dejado en el portal porque, Ya es mayorcito para poder subir solo los tres pisos de escaleras. Ella había saludado al padre por el interfono con una cordialidad impostada, sólo ansiaba ver la carita de su hijo con la suplicante esperanza de que aquello, fuera lo que fuera, que lo hacía tan desdichado cuando volvía de estar con su padre, hubiera desaparecido. Había salido al rellano para mirar por el hueco de la escalera, chistándole bajito, alegremente, pero el simple ruido quedo, demasiado tranquilo de los pasos subiendo, no le había dejado hacerse ilusiones.
Ahora le siguió por el pasillo y se quedó parada en el umbral mirándole sin saber qué hacer, respirando por la boca a sorbos pequeños para no hacer ruido. El silencio del niño hacía que el aire de la casa pareciera denso como un sólido transparente que los envolvía y los aislaba; no podía alcanzarle, era como si su adorado hijito se estuviera ahogando y ella lo presenciara impotente a través de un cristal.
Estaba la voz que gritaba, Noo!, que quería negar la evidencia, pero también la que decía, No lo dejes ahí solo.
Se sentó en el sofá cerca de él que seguía lacio mirando al frente sin expresión, apoyado en el respaldo, con sus piernecitas estiradas que apenas sobresalían del asiento, tan pequeño aún. Vale, sí, le hablaré, pero otro día, hoy no, está muy triste. Estaba deseando proponerle una cenita rica de domingo, nada de verdura y pescado, un sándwich de tres pisos de esos que llevan de todo y cocacola sin cafeína y una pelí de Tintín; estaba deseando dejar caer sobre él una lluvia fina de palabras cálidas y divertidas, abrazarle, traerle de vuelta hacia este otro lado, hacia su lado, hacia las rutinas felices de su vida juntos.
Luchaban las voces, Dile algo, no lo dejes ahí solo, pero le parecía que si le hablaba, si le preguntaba, abriría una trampilla en el suelo por la que ambos caerían en un agujero sin fondo y sin retorno. Estaba aterrada.
Se acercó un poco más sin atreverse a tocarle. Te da mucha pena, ¿verdad?, susurro al fin saltando al vacío. Síííí, gritó él niño llorando y se abrazó a su cintura violentamente como si hubiera escapado de golpe del bloque de ámbar. Ya lo sé, ya lo sé, ya lo sé, murmuró apretándole contra sí con un brazo y con la otra mano acariciándole la cabeza, Ya lo sé. Y pensó que en realidad ella saber no sabía nada, aunque intuía que cuando estaba con su padre algo le impedía ser feliz, ignoraba qué, y a la vez pensaba en lo fácil que había sido preguntarle, después de todo, en que no hacía falta nada más, decir nada más, porque él ahora no necesitaba hablar sólo llorar pensando que ella sí sabía por qué lloraba. Así de fácil.
Primero el llanto salía a borbotones, como una cañería rota, pero poco a poco se hizo más íntimo y el abrazo menos desesperado; desde su perspectiva vio como la gracia iba regresando a su nuca, a la espaldita, a los hombros, parecía que un fantasma le hubiera estado envolviendo y emborronando los contornos y ahora le abandonara. Con cuidado, como si cogiera un jarrón de cristal finísimo de un estante muy alto, le propuso su plan de sándwich y película. El niño se enderezó con los ojos húmedos y la carita llena de luz y ambos se fueron a la cocina cogidos de la mano. Ella no había llorado pero se sentía agotada y ligera como si el llanto de él los hubiera desahogado a los dos. También se sentía heroica a pesar de que había sido, se decía, como saltar a un abismo con los ojos cerrados y descubrir que no era profundo, que el fondo estaba ahí mismo.
Ella aún no sabía que muchos años más tarde, cuando el niño se hiciera mayor y no tuviera más remedio que afrontar la evidencia de que sufría y iba a sufrir muchas veces sin que ella pudiera evitarlo, no como algo excepcional, anómalo como le había perecido aquel día, sino porque sí, porque estaba vivo y la vida es así, recordaría agradecida ese días en que aprendió la manera de, al menos, no dejarlo sólo. Pero, de momento, esa noche, mientras cena junto a su niño de nuevo erguido y sonriente bajo su manto protector, contemplando cómplices las aventuras de Titín y Milú, a ella le parece que sobre todo ha aprendido una cosa: a desconfiar de los abismos.