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¿Por qué lo hice?


Creo que porque era domingo. Para mí el domingo es un mal día, se me queda la cabeza vacía de ideas y el alma de sentimientos; me siento como una cáscara de nuez hueca: sin nada madurando en mi interior. 
Cansada de mí, me eché a la calle, cáscara al viento, decidida a poner en práctica las enseñanzas del libro de autoayuda titulado "¿Qué harías si fueras un…?" que, según su autora, es una manera excelente de liberar la propia energía creativa aprisionada por los complejos y prejuicios, y convocar así acontecimientos cuando nuestra personalidad normal parece incapaz de propiciarlos. Así que, siguiendo el ejercicio número uno, a saber: póngase el abrigo si hace frío y salga de casa, salí. Salí sin abrigo, no obstante, porque era mayo, y sin ninguna esperanza de que como nuez hueca fuera a ocurrirme nada que no le pudiera ocurrir a una mujer harta. Perseveré, a pesar de todo (yo cuando me pongo...), y deambulé un buen rato por las calles del Eixample que en domingo son más monótonas que nunca, hasta que, desalentada, acabé en un banco de la plaza del Clínic, como el exoesqueleto de un cangrejo dejado por la marea sobre un tronco empapado. Sacudí mis pinzas y mi caparazón transparente y me gustó haber dejado de ser una cóncava, rugosa y leñosa cáscara de fruto seco (rico en minerales y aceites esenciales) para convertirme en la protección viva de un animalito que anda de lado (también muy nutritivo). El resto de la ola que me arrojó contra el tronco-banco, con tan buena fortuna que caí sentada, se subsumía por sus rendijas y orificios burbujeando. Era curioso estar en una plaza del Eixample y, al mismo tiempo, en una playa desierta al atardecer: a mi alrededor las pulgas de mar, transparentes como gotitas coaguladas, saltaban por la arena mojada.
Justo en ese momento, cuando el olor a salitre era mas intenso que el de los pipís de perro del pipi-can contiguo, y yo empezaba a sentir que dentro de mi estructura rígida se rebullía un ser vivo después de todo aunque fuera invertebrado, ...lo vi. No le reconocí de inmediato. Sabía que me era alguien muy familiar y al mismo tiempo desconocido, alguien a quien veía con frecuencia pero en un entorno distinto, no sabía cual. Pasé lista rápida a los butiguers de las tiendas del barrio, no, el cajero de La Caixa, tampoco, el peluquero del bajo de mi casa donde nunca entro porque es una peluquería rancia de señoras pero que me lo cruzo cada tarde a las siete cuando él cierra la puerta de cristales con cara de hartura supina y yo vuelvo a casa devastada y nos lanzamos un huraño cabezazo, menos... No, no era ninguno de esos porque el “insituable” me producía mucho placer (eso lo sabía sin necesidad de identificarlo), cosa que no me ocurría con ninguno de esos especímenes masculinos indignos. Era, era, ¡ya lo tenía!, el interventor del tren. Sí, sí, el mismo que viste y calza, el que todos los días me mira el bonotren, y a veces a los ojos. El guapo (porque también hay uno feo, y ese no sé ni me importa si me mira a los ojos o sólo soy un bonotren más que estudiar para que no le hagan la pirula con una tarjeta de metro que se parecen tanto). Era, ni más ni menos, que el interventor guapo que veo cada día en mis viajes de ida a Castelldefells (a la vuelta generalmente veo al feo) donde trabajo de nada interesante en un lugar anodino.
Era el guapo sin su chaqueta gris, sin su adorable expresión mezcla de cortesía, autoridad no arrogante y cierto aire de estar en otra cosa, sin sus llaves para abrir esas puertas que nadie más puede trasponer para desaparecer en la misteriosa cabina del conductor y discutir, sin duda, asuntos estratégicos de la máxima importancia para el convoy (para eso se llama interventor, digo yo que un nombre tan imponente tiene que albergar atribuciones más heroicas que la simple y prosaica comprobación de que nadie se cuele en el tren). Sí, era el interventor guapo del tren de cada día y estaba tranquilamente leyendo un libro en el banco vecino sin mirar a nadie. Como encantado de no tener que mirar a nadie. Entrechoqué mis pinzas alegremente ante la ironía: hoy era él quien leía un libro, ajeno a cuanto ocurría a su alrededor, y yo la que lo revisaba (a falta de bonotren, le peguaba un buen repaso a su persona). Ya lo había pensado alguna vez pero ahora, revisándomelo bien a mis anchas, le calculé que había consumido más o menos la mitad del bono de viaje o andaba cerca: la edad perfecta en un hombre, pensé, albergando en mi húmedo pecho de crustáceo un corazoncito de mujer apreciativa. Ese libro de autoayuda tenía razón, era muy curativo para salir de una cuando una está hartita de ser una imaginar que una es otra, o mejor dos, una y la otra. Mira si era curativo que gracias a haberme dejado llevar por esa ola había ido a parar cerca de la toalla del único hombre que, en esta etapa más bien andrófoba de
mi vida, me hacía algo de tilín.
¿Y ahora qué?, me dije.
Yo soy tímida, lo confieso. Enseguida comprendí, aplastándome contra el suelo con todas mis patitas desalentadamente abiertas, que nunca me atrevería a acercarme a él (como mujer) y saludarle y entablar una conversación cualquiera tipo: Hola, perdona pero ¿tú no revisas los billetes en el tren de las diez, blablablí blablablá..? Sí, ¿verdad?, ya me parecía. Tú a mí no me reconocerás. Ah, ¿que sí? Pensaba que como debes ver tanta gente... ¿Qué no los recuerdas a todos pero a mí sí? ¡Vaya! Fíjate. Qué coincidencia encontrarnos aquí. ¿Vienes mucho por esta playa, digo plaza? ¿No? Yo tampoco, qué gracia ¿eh? ¿Que si me apetece una cerveza? Pues, mira, sí, tengo la cáscara, digo la garganta sequísima.
No, no era ni he sido nunca capaz de algo así. A pesar de mi apariencia exterior de dureza, por dentro soy todo pulpa blandita y romántica y muy pero que muy tímida, y sin embargo tan gustosa. Así que decidí seguir siendo un cangrejo hembra (¡horror!, ¿los cangrejos son hermafroditas? Espero que no. Yo, no). Aproveché mi pequeño tamaño y mi perfectamente adaptado color mimético a la arena para acercarme a él subrepticiamente. Ansiaba acariciar con mis antenas las sedosa vellosidad de su brazo. Había recorrido la mitad de la distancia que mediaba entre su banco-toalla y mi banco-tronco-empapado cuando me asaltó un pensamiento lúcido: ¿Qué ocurriría después de tocarlo? Respuesta: como cangrejo, probablemente, mi destrucción, y como mujer…¿qué pensaría ese pobre interventor cuando se supiera acechado por esa mujer de la que, probablemente, había pensado alguna vez, si es que la recordaba, que no estaba mal y, sin duda, que no estaba loca? Me paré en seco y, para ganar tiempo y no correr riesgos mientras decidía (nos separaba un metro escaso), hice lo que hago siempre en situaciones difíciles, metí de cabeza en la arena. De no haber sido un cangrejo, hubiera podido muy bien ser un avestruz porque nada se me da mejor que esconder la cabeza, pero en fin, no estoy aquí para flagelarme. En ese preciso momento mi galán levantó la cabeza de su libro y me miró. Obviamente, lo de la arena no había funcionado y, además, ese fue el momento que escogió el tren para tomar una curva cerrada y yo, que con las curvas me desmonto bastante, me caí encima de él con todas mi patitas, antenas y pinzas por los aires. ¡Qué bochorno! ¡Ay!, lo siento mucho. No pasa nada, ¿te has hecho daño? -dijo cogiéndome por los brazos con suavidad como si supiera lo delicado del material de que estoy hecha-. Me parece que nos conocemos –añadió mirándome con más atención y sonriendo como encantado de verme- ¿Verdad que sí?

Muntaner 176, circa 2001