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Un par de huevos fritos

 

A J. R., que me contó esta divertidísima historia real.
Se me ocurre que esto que voy a contar sólo es creíble si uno recuerda cómo eran los domingos de invierno en Barcelona en los ochenta, ¡antes del Gran Evento! ¿Tú te acuerdas? El cielo gris, el aire sucio, la ciudad vacía; casi todo el mundo se iba y los que se quedaban hacían como que se habían ido y no salían de casa; los bares también hacían como que no había nadie y no abrían.
La cosa más triste del mundo.
Pues bién, aquel domingo de enero amaneció tan típico que casi daba risa: el cielo estaba de color pizarra muy lavada, o sea, que estaba claro que el sol no pensaba aparecer pero que tampoco llovería (porque para eso hace falta pasión y, como era un domingo típico de invierno en Barcelona, no había pasión por ninguna parte).
Pero mis colegas y yo aquel domingo teníamos algo importante que hacer, así que las groserías del tiempo nos la traían floja. ¿Que hacía un día triste, sucio, inaprovechable?, pues mejor, así no habría distracción posible.
El primero en llegar fue Marcelí Capelles, a las ocho en punto. Siempre me ha impresionado el acendrado sentido del deber de Marcelí, aquel día hasta me dio miedo, pero no dije nada. Estábamos a punto de entregar el proyecto (el plazo acababa el lunes, ese lunes) y no era cuestión de perder el último día escarbando en los roces. Diez minutos después, disculpándose por la tardanza, y mirando con resentimiento a Marcelí por su acomplejante puntualidad, llegó Posaderas (siempre se ha quejado, el pobre Rodrigo, de que nadie le llame por su hermoso nombre y sí por su ambiguo apellido, pero cuando yo lo conocí la tradición ya estaba tan enraizada que me pareció un esnobismo cambiarla).
No nos tomamos un café ni nos fumamos un cigarrillo en amor y compaña antes de ponernos manos a la obra, como hacíamos los primeros días; tal vez cuando hubiéramos acabado y lleváramos una temporada sin vernos volveríamos a ser amigos, de momento solo éramos capaces de dos deseos: acabar el trabajo y matarnos unos a otros; habíamos optado por satisfacer el primero.
La mañana (sabíamos que se trataba de esa parte del día gracias al reloj, porque en mi apañadito apartamento de treinta metros cuadrados, aprovechado con toda la eficacia y la originalidad que se espera de un arquitecto, aunque esté recién salido del cascarón como yo, y ubicado en el rincón de más sabor y más oscuro y gélido del barrio de la Ribera, siempre parecía que estaba atardeciendo) discurrió ágil y silenciosa como una máquina bien engrasada. ¿Sería posible que después de todo descubriéramos el último día que trabajábamos de puta madre juntos?, ¿deberíamos embarcarnos en nuevos proyectos para recoger la cosecha de tan esforzada siembra? Quién sabía, pero de momento eran las tres y teníamos un hambre de lobos. Habíamos decidido no parar para comer (la decisión la habíamos tomado día anterior, en un momento en que no éramos capaces de apetecer otra cosa que devorarnos vivos entre nosotros y nos había parecido más prudente privarnos), pero ahora que la cosa iba tan bien nadie parecía recordar ese plan inhumano y nos echamos a la calle.

Supongo que también te acuerdas de lo que era tener hambre un domingo de invierno en Barcelona (la de antes): a lo largo de las desoladas calles, barridas o no por el viento (el detalle es opcional), se divisaban los baqueteados letreros de CocaCola y Fanta anunciando la acogedora presencia de barecitos costrosos, de tapas rancias y bocadillos tiesos variados, pero cuando uno los alcanzaba, cual caminante del desierto, resultaban ser algo peor que un espejismo, porque estaban ahí realmente, sí, pero cerrados.
Estoy hablando de la Barcelona de los primeros ochenta, antes, mucho antes de las Olimpiadas, antes del “Barcelona posa’t guapa”, antes de la cosecha de bares clónicos, esos grandotes de puertas siempre abiertas, paredes de ladrillo visto, pizarras verdes y mil doscientas clases de café y/o tapas, antes de las andanadas continuas de turistas en cualquier época del año, que han desvaído irreversiblemente ese ambiente vetusto de los domingos, que han dado por fin a la ciudad ese barniz europeo del que tanto han presumido siempre los barceloneses , pero que antes del "Amigos para siempre", y no digamos nada, antes de la muerte del “enano", sólo describía sus más locos sueños de cosmopolitismo.
Pero a lo que íbamos. Deambulábamos por esa ciudad desolada preolímpica, cada vez más abatidos, por un dédalo de callejuelas hostiles, cundiendo en nosotros el desasosiego de los malos augurios, y yo repasando mentalmente las exiguas existencias de mi nevera: una lata de sardinas caducada, una caja de sopa instantánea con un solo sobrecito individual (yo lo guardo todo en la nevera), tres zanahorias fosilizadas y un yogurt blanco enriquecido con nata a medio comer, cuando, bajo los soportales que hay en la manzana contigua al mercado del Borne, cuando más arrastrábamos los pies y el ánimo por los porches de esa imponente manzana:
- Anda oye, mira qué suerte, este está abierto. …Pero yo aquí no recuerdo haber visto un bar en la vida, ¿será un milagro?- dijo Posaderas, que cuando tiene hambre se vuelve simple.
- Pues no es de ayer, ¿eh? Vaya cutrez- contesté yo, que cuando tengo hambre me vuelvo borde.
- Bueno, oye, dejaos de collonades i anem a jalar que tinc una gana que em menjaria un bou amb potes i tot- dijo Marcelí, que cuando tiene hambre se vuelve troglodita.
Entramos tras él, apoyados en su decisión, sin fijarnos mucho en el tufo a moho, las mesas grasientas y el suelo pringoso.
El local era amplio, eso sí, cutre pero espacioso; cuadrado, de techo alto atravesado de vigas, una decena larga de mesas de formica y sillas de lo mismo diseminadas artísticamente y la barra a la derecha despoblada de tapas y botellas con el aire un poco incómodo de quien no está muy seguro de servir para algo. Al fondo en el rincón más oscuro se adivinaba el hueco de una puerta tapado por una cortina muy lavada (o muy poco, según se mire). La decoración de las paredes consistía en la capa de pintura dispensada veinte o cincuenta años antes, de un color indefinido, sin duda ennoblecido por la pátina del tiempo, o sea, por la mugre-grasa que es una excelente productora de pátina.
Había otro parroquiano, eso siempre anima, parecía un pobre náufrago como nosotros pero más pobre porque estaba solo, y tenía un aire de incomodidad o aprensión que en un principio atribuí a su carácter o a circunstancias inimaginables de su desconocida vida. Mientras pensaba esto (cuando tengo hambre también me pongo psicológico), llamó nuestra atención un gruñido desde la barra donde había surgió como por ensalmo una gorda impresionante. Estaba apoyada, o más exactamente arrepenjada (la palabra en catalán es más exacta, una mezcla de apoyada y echada encima) en la barra con aire de llevar ahí una eternidad completa y nos miraba calmosamente como sopesándonos para el cocido. Se me ocurrió pensar que al otro, el Solo, lo que le pasaba es que ésta le había mirado así y aún no se había repuesto del susto.
- ¿Queréis comer?- Nos preguntó en el mismo tono en que hubiera podido decirnos: ¿Queréis morir?
- Sí, sí- contestamos a coro, cada uno tratando de dar a su "sí" un matiz especial, y en conjunto sonó como una mezcla de: Tenemos un hambre de lobo, ¡Ande, sea buena con nosotros! y Somos gente desenvuelta con estudios, acostumbrados a lugares mejores, pero te vamos a dar una oportunidad, pequeña.
Ni que decir tiene que la mujer (que no era pequeña desde ningún ángulo) pareció recoger únicamente nuestro sí pelado, sin connotaciones, y desapareció tras una columna tan misteriosamente como había surgido. Sentí que el Solo nos miraba, sin duda estudiaba el efecto producido y eso me jodió. Siempre tiene que haber en cualquier circunstancia de la vida un veterano de mierda dispuesto a mirarte con conmiseración en un mudo, Esto solo es el principio, pimpollo.
- Oye- dijo Marcelí bajito, en plan conspirador-, no nos ha preguntado qué queremos ni nos ha dicho qué tienen.
El Solo debió oírle porque sonrió enigmático. Cada vez me caía peor ese tío, pero no me dio tiempo a odiarle convenientemente porque en ese momento se movió la cortina del fondo y cautivó nuestras miradas más poderosamente que un grito. En la penumbra se fue perfilando una silueta humana pero como a cámara lenta, parecía que quien fuera se iba desprendiendo lenta y trabajosamente del abrazo de las densas tinieblas que lo retenían, pero finalmente venció la luz y apareció nítidamente un viejo, como mínimo octogenario, que arrastraba una pierna como si no fuera suya y sostenía en la mano un plato de algo indistinguible. Se dirigía a la mesa del tío aquel con algo más que parsimonia, con el estilo y el ritmo que debían llevar los israelitas hacia el año treinta y nueve de la travesía del desierto. Nosotros le ayudábamos con la cabeza. Me di cuenta de que los tres teníamos un palmo de cuello más de la cuenta en su dirección y acompañábamos sus pasos con pequeñas embestida sin desviar los ojos ni un momento, como si de hacerlo pudiera pararse. Cuando por fin dejó el plato en la mesa respiramos tan aliviados, tan convencidos de que ahora se ocuparía de nosotros por fin, tan agradecidos porque a pesar de ser tan viejo y tan cojo nos fuera a dar de comer, que casi nos pasa desapercibida la cara del Solo mirando su plato como si fuera el primer plato de comida que veía en su vida, o como si en vez de estar en un bar le hubieran puesto por delante un plato de arroz (ahora se apreciaba claramente) en una zapatería donde hubiera entrado a comprarse unas camperas, por ejemplo. El tío miraba al plato y luego al hombre y luego otra vez al plato y así sucesivamente, con la boca abriéndose y cerrándose más despacio que los párpados que iban a toda leche, pero juro que no consiguió decir ni Pamplona.
Al quinto o sexto va y ven de cabeza el viejo desvió la suya hacia nuestra mesa sin muestra alguna de preocupación y reinició su heroico avance. Nos olvidamos del Solo y de sus caras, al fin y al cabo era un tío raro, ya se lo había notado yo nada más entrar. Nos concentramos en nuestro querido viejo. Cuando estuvo lo bastante cerca nos lanzó un, ¿Quieren comer, verdad?, campechano y apacible que nos sorprendió. Era la voz de un hombre más joven y menos cojo, pensamos, y también más pirao, la verdad, pero esto no lo quisimos pensar entonces, ¡teníamos tanta hambre!
- ¿Qué tiene?- preguntamos como un solo hombre.
El viejo estupendo encogió un hombro al tiempo que tiraba un cabezazo hacia la cortina y respondía jovial:
-¿Qué queréis?-
¡Así se habla!, ¡sí señor! Era un viejo feliz y generoso, qué caramba, quisiera lo que quisiera decir el tío raro ese que seguía boqueando como un pez.
- Yo, pollo con patatas y sanfaina y, si no hay, salchichas con lo mismo- dijo Marcelí escupiendo al hablar de tan ansioso que se estaba poniendo.
- Pues a mí me gustaría un plato de verdura y algo a la plancha- pidió Posaderas con aire de haberlo meditado a fondo. Es tan delicado para sus cosas.
- Yo, lo mismo que él- y señalé a Marcelí que ya se me estaba adelantando con un agonioso:
- Y vino y pan, primero, para hacer boca-.
Nos puso manteles de papel, servilletas, cubiertos y vasos, que habían aparecido de repente sobre la barra sin que nos diéramos cuenta, igual que el pan, el vino y una botella de Casera que no habíamos pedido, pero que pensamos que debía ser una costumbre de la casa y que no era momento para ponernos puntillosos, así que la abrimos y nos servimos. No sé si atribuir lo que empezamos a presenciar a continuación a las burbujas de la gaseosa con vino o aceptar que sencillamente sucedió por increíble que parezca, pero ahí va:
Al cabo de un rato, de no menos de media hora, en la que nos papeamos el pan y nos bebimos tres cuartos de botella de vino y la correspondiente Casera, y ya empezábamos a rebuscar las miguitas del mantel, se movió de nuevo la cortina y, tras un larguísimo instante de expectación, la silueta de nuestro viejo favorito se fue condensando en la penumbra, ¡traía un plato en una mano y dos en la otra! Contuvimos el aliento. No es por nada pero, sin pretender quitarles mérito a los personajes de las películas de Hischcoc, cuando tu vida depende de un Matusalén con una sola pierna útil con tres platos llenos de comida en equilibrio, pues la verdad, el suspense te puede matar.
A lo mejor, el pobre anciano solo tardó diez minutos de nada en recorrer los diez metros que le separaban de nuestra mesa pero a nosotros nos parecieron diez meses (me venía, para tratar de desangustiarme, aquella frase de mi madre: Hambre que espera hartura no es hambre ninguna). Tragábamos tanta saliva que me recordaba al bajante de agua de lluvia de mi galería los días de tormenta, y casi no nos dejaba oír el (la verdad, un poco siniestro, ahora que lo pienso) shshshsh, shshshshs de su pierna tonta al frotar el suelo. A medida que se acercaba, y como quiera que no le quitábamos los ojos de encima, esperando ansiosos sustituir la imagen de nuestra fantasía con la de la realidad de esos platos llenos de los manjares solicitados, fue apareciendo en nosotros, primero un poco y luego un mucho, de esa emoción tan ambivalente (ya que sirve para cualquier momento inesperado de la vida) llamada asombro. Tal era nuestro "asombro" que nos olvidamos de tragar saliva y empezamos a babear, porque en los platos que nuestro amigo nos traía no había otra cosa que...arroz. El mismo arroz de nuestro desconocido colega, y mientras trataba oscuramente de situarme comprendí la cara de besugo que se le había puesto a él un rato antes, y le miré como una flecha, cabreado de antemano, porque otra vez nos sacaba ventaja.
El tío cabrón había recuperado la compostura y comía como si tal cosa con un ojo en el plato y el otro en nosotros donde se podía leer, A todo cerdo le llega su San Martín.
Tal vez, si está leyendo esto algún psicoanalista, pensará que estoy muy enfermo, pero juro que a ese tío, sin conocerle de nada, de buena gana le hubiera partido el alma allí mismo si no hubiera sido porque tenía una necesidad aún más imperiosa.
Los tres miramos pensativos nuestros platos. Mejor dicho, Posaderas y yo miramos pensativos nuestros platos, porque a Marcelí, si había sentido el asombro del que he hablado le desapareció justo a tiempo: aún no le había aterrizado el plato delante que ya estaba comiendo. No sé si lo pretendía, pero dejó muy claro que no estaba por la labor de ponerse a reclamar ni collonades de esas, sólo levantó la cabeza para decir:
- Nos traerá más pan, por favor- y siguió comiendo tan normal.
El viejo le miró con algo como reconocimiento. ¿Nos estaría probando el venerable anciano aquel? ¿Se dedicaría, como última cantera de experiencia vital, a someter a su clientela a situaciones absurdas? Pero esas elucubraciones no me duraron mucho. Espontáneamente me puse a seguir el ejemplo de Marcelí, al fin y al cabo tenía hambre y aquello era comida, para qué comerse el coco con "collonades de esas".
Algo muy parecido a la paz universal fue descendiendo beatíficamente sobre nosotros a medida que vaciábamos el plato. Comíamos con recogimiento y olvido del mundo. Aquel arroz no estaba bueno; es más, estaba malísimo, pero daba igual, nada podía estropearnos ese momento de perfección.
... O eso creía yo.

Un revuelo trufado de voces destempladas nos despertó.
El jaleo venía de la otra mesa. El Solo estaba de pie y, al levantarse de golpe, había tirado la silla, tenía las piernas y los brazos separados y se miraba el pecho con asombro y dolor, como si le hubiera alcanzado una bala. Pero no era sangre lo que ensuciaba su camisa sino dos huevos fritos (de exposición, por cierto), que le colgaban de la pechera en incomprensible equilibrio. El viejo revoloteaba frenéticamente alrededor de él, saltando sobre la pierna buena, con el plato y el tenedor levantados como si los huevos estuvieran vivos y no se dejaran atrapar, y el otro gritaba una frase en la que sólo se entendía la palabra "¡huevos!". Pensé que se trataba de la tan expresiva como vulgar, ¡Estoy hasta los huevos!, y dadas las circunstancias, me pareció comprensible, pero cuando la repitió de nuevo vi que era esto lo que decía:
- ¡Yo no he pedido huevos! ¡Me dan asco los huevos! ¡No quiero huevos!-. Estaba fuera de sí.
Por fin el dueño consiguió bajar a sus pupilos al plato y se fue raudo (es un decir) hacia la cortina.
El de la otra mesa levantó la silla y se sentó mientras frotaba enérgicamente la camisa con la servilleta. Levantó la cara hacia nosotros, resopló y agitó la cabeza en un evidente, ¡Esto es la hostia!, y siguió frotándose decidido a llegar al hueso.
Al cabo de un tiempo récord de solo siete minutos, y no exagero, el viejo, con claros deseos de enmendar errores, ya le había puesto otro plato delante y le miraba con una sonrisita tontona en espera sin duda de alguna muestra de pelillos a la mar, y tal vez la hubiera recibido de no haber sido por un pequeño detalle: en el plato nuevo había... otro par de huevos fritos.
El hombre miró el plato y acto seguido suspiró profundamente; tanto suspiró que quedó reducido a la mitad y ya no se movió.
El viejo debió tomarlo como un signo de aprobación porque se vino hacia nuestra mesa con aire de misión cumplida y a otra cosa mariposa. Por cierto, que mientras nos retiraba los platos los examinaba detenidamente y miró a Posaderas con reprobación porque se dejaba unos cuantos granos y un guisante y, como no le quitaba el plato, pues Rodriguito, más colorado que un pimiento, se los tuvo que comer, mientras Marcelí y yo teníamos un repentino ataque de tos.
Cuando nos quedamos solos, Posaderas dijo:
-Qué suerte, a mí sí que me gustan los huevos-. Lo mismo podía haber estado en el comedor del colegio con diez años, pero la verdad es que decía en voz alta exactamente lo que todos estábamos pensando.
Yo no podía despegar los ojos del pobre chico aquel de la otra mesa; después de haberle odiado tanto ahora me estaba dando hasta pena, tan “solo” y con ese trauma tan grande con los huevos. Me entraban ganas de acercarme a su mesa y echarle un brazo por los hombros y pedirle perdón por haberle tratado tan mal, pero pensé que resultaría raro porque, al fin y al cabo, él no sabía que en cuestión de una hora había tenido y perdido un gran enemigo. Y además, más bien parecía tener ganas de que le dejaran en paz. Tenía los hombros caídos, la cabeza inclinada y la mirada perdida del hombre momentáneamente superado por la adversidad.
Así permanecía después de que nosotros rebañáramos nuestro platos de huevos fritos (por cierto, excelentes), así permaneció cuando abandonamos el bar.
Digo yo que debió reaccionar en algún momento, pagar y marcharse porque dudo que el viejo lo echara sin haberse acabado los huevos.


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