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Aquel día en Granada. Tragicomedia en tres actos

ACTO I 

El día ya ha empezado raro. 
Por lo visto había entrado en erupción un volcán de Islandia y una nube de cenizas andaba a la deriva por el cielo de las costas occidentales de Europa. Todos los vuelos, o casi, iban con retraso. Me he pegado en el aeropuerto cuatro horas. Tenía que haber llegado a Granada a las tres y he llegado a las siete. 
Y con décimas. 
Marzo, maldito marzo. Siempre estoy hecha una mierda en marzo. ¿Por qué dije que sí cuando me propusieron esta conferencia?; como era diciembre, pensé, ¡Qué bien, Granada!, y acepté sin acordarme de marzo.
Han venido a recogerme un chico y una chica de la asociación de estudiantes que organiza las jornadas. Son un encanto pero les convenzo de que me dejen en el hotel, que ya nos veremos mañana en la facultad, que me gusta mucho pasearme sola por las ciudades, que no hace falta que me cuiden. Aceptan y se van aliviados.
Yo también.
Me siento cada vez peor, qué lejos estoy de casa, quiero meterme en Mi cama, dormir, dejar que suba la fiebre sin miedo, sentirme a salvo. Pero estoy en un hotel a mil kilómetros, mañana tengo que dar una conferencia y esto es un trancazo en toda regla, no me puedo engañar, ¡conozco los síntomas, joder!, qué desgraciada soy. 
Venga venga, ánimo, estás en Granada, ¡Granaadaa!, con las ganas que tenías tú de volver a Granada, y te han buscado un hotel estupendo, ¿no?, en pleno centro, a cuatro pasos de la plaza Nueva, ¡tía!. Va, date una buena ducha caliente, vístete y vete a buscar una farmacia y te compras Dolmen. El Dolmen te sienta muy bien, a ti te hace maravillas ¿no?, siempre lo dices. Venga. Que no cunda el pánico.
Joder, joder, joder, estoy fatal, esto es fiebre y algo más que fiebre, es ese globo de las gripes: la luz de la calle me parece fosforescente. 
A lo mejor es la luz de Granada, ¿no dicen que en Granada la primavera tiene una luz especial? 
https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Juan_Bautista_Guzman_Carrera_del_Darro.jpg


Espero que sea eso. La verdad es que es una luz preciosa, los colores son tan nítidos, tan intensos, está atardeciendo y en lugar de apagarse parece que se enciendan, brillan de un modo oscuro (si es que eso tiene sentido). 
Voy a la farmacia obediente (con fe ciega, mejor dicho). Me compro el Dolmen. Salgo. Qué pena no aprovechar lo que queda de tarde para pasearme por Granada, con tantas ganas que tenía, pero me digo que cuanto antes me lo tome antes se producirá el milagro. Me engaño, claro; estoy deseando volver al hotel no solo por el Dolmen: para refugiarme; estoy hecha una braga, voy
por la acera casi sonámbula, poniendo toda mi atención en parecer una persona normal que camina, porque voy dando tumbos, me lo noto. Y de repente, no sé cómo, me encuentro dentro de un grupo de gitanas queriéndome leer la mano; son como una empalizada en medio de la acera. Es verdad que aunque las hubiera visto no había forma de esquivarlas como no fuera cruzando la calle entre los coches a tumba abierta o dando media vuelta, pero yo ni las he visto. ¿Cómo iba a verlas si casi no veo?, si tengo la mirada fija en la acera de enfrente buscando la fachada del hotel que sé que está cerca pero que me está pereciendo que no llega nunca.
Las gitanas me rodean sonriendo pero no me engañan; me siento como una cebra herida en un círculo de leonas. La de más cerca me pide la mano con un, A ver que dice esa mano, corazón, que me en mi estado hasta me conmueve. Sé que no tengo fuerzas para resistirme, no tengo de donde sacar la determinación para irme diciendo no gracias, no gracias, no gracias; se necesita mucha energía para eso; estoy perdida. Además, pienso por un momento que, a lo mejor, esa mujer me dice “algo” que me interesa saber, así que abro dócilmente la mano y dejo que me suelte... ¡un montón de lugares comunes cutres! 
Qué desilusión, no le pone siquiera su poquito de teatro, no intenta siquiera convencerme de que mi mano dice cosas que sólo ella ve; repite su rollo de carrerilla como una grabadora. 
Supongo que sabe que poco importa, pienso humillada, su éxito está precisamente en que me ha atrapado y ya no puedo escapar, que la educación me impedirá darle un empujón para abrir una brecha en la muralla. Seguro que le funciona al menos en el cincuenta por cien de las veces, razono lánguidamente mientras espero a que me devuelva la mano.
Pero, ¿qué esperabas, que te leyera de verdad el futuro?
Esperaba algo de magia, sí.
Me siento cada vez más agotada, estoy a punto de llorar. Desvalida, enferma. Me doy tanta pena que no siento ni rabia.
La gitana me saca cinco euros. ¡Y yo que pensaba darle uno o dos y me sentía generosa!
Pobre mujer, tiene que ganarse la vida de algún modo, lo ha tenido y lo tiene muy difícil,…
Vale, vale, pero joder, no me ha dedicado ni un minuto; a cinco euros el minuto no veas a cómo le sale la hora.
Doy dos pasos aliviada, ya puedo volver a lo que iba, siento como si hubiera pagado un peaje: ahora al hotel, al Dolmen y a rezar para que mañana esté en condiciones de hablar en público. 
Pero no, hay otra leona de la barrera que quiere su trozo de carne; me coge la mano sin ceremonias, total, yo ya no me pertenezco, soy suya, de ellas. Le digo con voz débil que ya me han leído la mano, como quién dice, Ya estoy servida gracias, pero ella me suelta su rollo de medio minuto idéntico al otro y reclama sus cinco euros.
Por suerte, a pesar de la flojera de la fiebre y la apatía de víctima entregada, me indigno. ¡Encima de que le hago el favor de dejarle que me suelte un montón de chorradas con la mano abierta por segunda vez con lo mal que me encuentro, ¿quiere volver a cobrarme? ¡Pero estas tías están locas o qué! Y me marcho gritándole: ¡Ya le he pagado a tu compañera, hostia! Ella también me grita, no entiendo lo que dice, seguramente que ha visto en mi mano que me voy a morir pronto por perra. ¡No me importa!, le grito por dentro, ¡ya me estoy muriendo sola sin tu ayuda, imbécil!

ACTO II

Llego al hotel temblando; ¿por qué la vida se ensaña conmigo de esta manera?
Me tomo el Dolmen con unción, como si fuera la Forma Consagrada, y me meto en la cama. Al cabo de una hora me despierto un poquitín mejor, hago como que no estoy mala y abro la carpeta que he llevado; quiero leer algunos artículos sobre el tema de mañana que han salido últimamente. En otro momento hubiera disfrutado de la lectura, de que publicaciones importantes y gente importante corrobore nuevamente lo que digo en mis charlas sobre el tema, pero hoy me resulta deprimente. Mañana voy a ir a soltar toda esta mierda a un grupo de estudiantes de medicina; los pobres, aparte de los organizadores de la jornada que ya han perdido la ingenuidad, seguramente piensan aún que van a salvar vidas y todo eso, y yo voy a decirles que van a ser títeres de una industria depredadora y voraz a la que la vida y la salud de la gente le importa un pito, y que van a ser la mano ejecutora de su largo brazo. Este mundo es una puta mierda. Me levanto de la cama angustiada.
Enciende la tele, anda, a ver si hay algo entretenido, algo banal, no necesitas leer más, tienes material de sobra para hablar un día entero.
Sigo viéndolo todo de un color extraño. Paso los canales sin que nada me retenga, en realidad todo me parece espantoso: lo que no es estúpido es aberrante. ¡Todo es un sinsentido!, casi grito.
¿Todo?
Sí, todo, todo, todo el mundo, todo lo del mundo, quiero irme, quiero irme de aquí, no soporto más la grosería humana, yo no tengo la energía ni la fe en la vida de esas gitanas, yo no quiero seguir luchando. ¡Quedaros con todo, ahí os lo dejo, me largo!
¿A quién, a quién le dices esto?
¡A todos, a todos los demás!, le grito a la voz interna que me atosiga.
Me gustaría llorar pero no puedo. Miro absorta la pantalla del televisor pero ya no veo ni oigo lo que aparece, sólo veo el mundo, la Tierra, el planeta alejándose de mí y yo flotando en el universo, aliviada; todo lo de la vida en la tierra me va pareciendo ajeno, me va desasiendo poco a poco, nada me retiene, me suelto sin remedio...
…pero qué vértigo, qué sola en esa intemperie, qué huérfana.
Te recuerdo, tantea la voz interior (ahora muy bajito, asustada), te recuerdo que de aquí la única forma de irse es la muerte.
La escucho como de lejos, aturdida.
¿Es cierto eso que dices? Por un momento había sentido que podía irme de otro modo.
Luego empieza el miedo.
Esto es la locura ¿no?
No sé, pero aléjate de ahí. Dúchate otra vez y vete, vete de esta habitación: es como una cápsula del tiempo fuera del tiempo. Sal a la calle, mira a la gente. ¡Regresa!
En la plaza Nueva hay un bar, ¿verdad?, ese bar a donde fuiste aquella vez; a ver si lo encuentras.
Sí, creo que sé dónde estaba.
Bien. A ver si aún existe, a ver si está abierto, a ver si no está lleno, a ver si se produce otra vez aquella sensación de oasis de paz en medio del barullo, a ver...
Ojalá.

ACTO III

El bar está donde lo recordaba, y es igual que como lo recordaba. No es grande; media docena de mesas altas con taburetes con respaldo distribuidas por un espacio irregular que crea sensación de intimidad casi en cada mesa. La decoración es muy especial, recargada pero agradable, lujo como bizantino diría, aunque no me pongo a mirar mucho: soy un náufrago que nada trabajosamente hacia la orilla. Pido una copa de vino y media ración de jamón (aquí tenían un jamón, me acuerdo, tipo Trevélez, buenísimo). Me traen el vino y su tapa correspondiente que no sé qué es pero está buena, luego llega el jamón. Tengo ganas de llorar de gratitud; alguien en el cielo se está tomando muchas molestias por mí.
Bebo y como con mucho cuidado, intercambio unas cuantas palabras amables con el camarero que es discreto y servicial; todo con un esfuerzo enorme, cada gesto medido; siento como si pudiera caerme en cualquier momento, que me agarro a la realidad con las puntas de los dedos y el resto cuelga en el vacío; con cada sorbo y cada lonchita de jamón va aumentando la superficie de apoyo.
Hay una pareja en la mesa que tengo delante. No hay nadie más. Como las dos mesas son rectangulares y paralelas y yo estoy sentada en el extremo interior de la mía y ellos, el uno frente al otro, en el lado junto a la ventana, los veo a los dos bastante bien. A ella la tengo de frente, es guapa, lleva un gorro de lana beig a juego con el jersey; son una pareja como de cincuenta y tantos, calculo que algo mayores que yo pero poco; se ríen, charlan, qué envidia, están vivos y contentos de estar vivos, no andan como yo por el espacio como si la gravedad no me sujetara, por el filo del mundo; ellos no dudan. Pienso estas cosas mientras los observo tratando de que no se sientan observados; giro la cabeza cada poco, miro por la ventana, miro hacia el resto del bar, al enorme jarrón con flores que hay sobre una mesa de patas doradas y torneadas, al cortinaje como de brocado que supongo esconde el recodo hacia el baño, a la barra bruñida y los espejos de detrás, aunque para mirar esto tengo que volverme y el camarero lo interpreta como una llamada y viene. No importa, voy a tomarme otro vino, aún no estoy preparada para salir de esta cajita de bombones.
Son italianos. Toman cerveza y miran la carta todo el rato y le preguntan al camarero el significado de esto y aquello. Esperan a alguien, me digo, no tienen prisa por pedir pero está claro que van a cenar. Y sí, llega alguien; es un chico de unos veinte años; son los padres de este chaval que debe estar estudiando aquí, seguro que es eso. Al chico se le nota un poco violento, da a entender a sus padres, con mucho removerse en el taburete, que no hace falta que sigan preguntando al camarero lo que significan las palabras de la carta porque él se las puede traducir; todo con ese aire avergonzado de los adolescentes ante el desparpajo de sus padres, pero los padres están radiantes, sobre todo ella, ríe, abraza al hijo que se ha sentado a su lado, me parece una mujer tan hermosa, tan entera, tan a gusto en su piel y en el mundo; sabe quién es, sabe dónde está, seguro que también sabe lo que quiere; es lógico, lo raro es llegar a los cincuenta y tres y no saber nada…, pienso con melancolía.
Y también siento que mientras los mire, mientras pueda mirarlos, algo de lo que ellos viven, de esa confianza que les envuelve, me llega a mí, que estoy como sentada a su mesa sin que lo sepan, y me protege. 
Pero se hace tarde, ya me he acabado el segundo vino y su tapa, el camarero ha pasado dos veces cerca de mi mesa mirándome con discreción, el bar se va llenando, está esperando que me vaya o que pida algo más. En ese momento, la madre suelta una carcajada y hecha la cabeza hacia atrás; con un gesto rápido y hábil se sujeta el gorro de lana que lleva para que no se le caiga; el hijo ha hecho también ademán de sujetárselo; ha sido algo espontáneo y como automático, como si no fuera la primera ni la segunda ni la tercera vez que lo hace, y ese detalle me despierta por fin. Miro a la italiana, a la mujer feliz que lo tiene todo, que es todo lo que yo no soy, como por primera vez y comprendo asombrada. Ningún mechón de pelo le sobresale del gorro, ni en la frente ni en las patillas ni en la nuca, no tiene cejas ni pestañas. ¿Cómo he podido estar tan ciega? Es como un bofetón. Llevo por lo menos una hora mirándola y, absorta en mi autocompasión, no la he visto en absoluto, sólo contemplaba mis fantasías, estoy tan avergonzada …y a la vez, ¡tan feliz! Me dan ganas, aunque sé que no lo haré, de decirle, Gracias, Lo sé todo, Me has salvado la vida, Gracias. Pero solo me levanto, pago y me voy.


La Torre de Fontaubella, agosto 2018 – abril 2020

IMAGEN: Carrera del Darro, también llamada Camino de los tristes
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