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Malos tiempos para los rusos

¿Recordáis lo que leíais durante la adolescencia? ¿Tuvisteis como yo una pasión desaforada por la literatura rusa y los novelones del siglo XIX? Se dice que ahora las/os adolescentes no leen, que la lectura ya no tiene prestigio como vehículo de iniciación a la vida adulta. Desconozco los motivos, no soy socióloga, pero lo lamento porque en ninguna otra edad un@ es capaz de zambullirse sin filtros, sin criba, sin escrúpulos en lo que no entiende pero le embelesa. Yo me recuerdo con catorce, quince, dieciséis, diecisiete años completamente embebida, con tenacidad y desconcierto a partes iguales, en el mundo lleno de generales y príncipes tronados de El Jugador de Dostoievski, por ejemplo, en la triste trama de conveniencias sociales y amores imposibles de Humo de Turgueniev, o en la densa sensualidad de Algo flota sobre el agua de Lajos Zilahy, que no era ni ruso ni del siglo XIX pero que podría serlo, total para lo nada que tenían que ver conmigo aquellos personajes suyos entre primarios y profundos, rudos y sensibles... 

Durante COU escribí casi todas las redacciones de lengua imitando el estilo de Turgueniev porque me había quedado colgada con
Humo, también recuerdo que sólo durante el bachiller superior (que es como se llamaba en los setenta a lo que se estudiaba de los quince a los diecisiete) me metí entre pecho y espalda casi todo Tolstoy (además de Jane Austen, las hermanas Brontë, varios Stendal, La Regenta, por supuesto, Dumas,…), a esa edad se tienen una voracidad y unas tragaderas como nunca más en la vida, y por algún motivo, los antiguos atrapan más que los modernos, quizá porque la depuración del tiempo ha dejado la verdad desnuda, ha rescatado a los escritores que hablan de lo humano de siempre, de lo único, de lo común a todos en todos los tiempos, y el adolescente necesita eso, está haciendo una síntesis rápida, una radiografía, una chuleta para examen, siente hervir la caldera en su interior, le corre prisa, quiere sólo lo esencial.

Hay unas cuantas maneras de regresar al pasado, de visitar de nuevo lo que una fue para tratar de hallar atrás claves que ayuden en el presente a ir hacia adelante. Una es rememorar acontecimientos, hablar con los que también estaban allí, otra, muy vívida, son los olores y las músicas de entonces, hay más, pero una muy especial, muy íntima, es releer lo que uno leía: en las páginas de cada libro leído dejamos todo lo que éramos en el momento de leerlo, lo que pensábamos, lo que no entendíamos; junto a las palabras impresas, entre las líneas, está nuestra propia historia. Yo cojo Algo flota sobre el agua, con su encuadernación en tela azul marino y letras gravadas y me veo otra vez en las ferias del libro de ocasión de mi adolescencia, las primeras de mi vida; cojo ese libro desvencijado que ya era muy viejo cuando lo compré y sin necesidad de abrirlo percibo la atmósfera sombría que respiré entre sus páginas, mi primer encuentro con la pasión, cuando me preguntaba ¿será esto así?, ¿será lo que sienten los hombres por las mujeres tan oscuro y espeso?, ¿sentiré yo alguna vez algo parecido, tan irresistible, tan inexplicable, tan mortífero? Para mí en esa novela siempre era el crepúsculo, siempre la luz azul grisácea de un atardecer nublado y frío, siempre húmedo.

Cojo El Jugador, en la edición de RTV, la misma que había en mi casa, y me viene a la mente mi hermano Fali diciéndome: "Esta novela tan corta es la que más me gusta de Dostoievski", y yo lanzándome como una juramenta a leerla porque si le gustaba a él no necesitaba más, y perdiéndome entre los tantos personajes con tantos nombres cada uno: diminutivos, apellido familiar, nombre de casada,… ¡Dios mío!, eran muchos pero parecían muchos más, y hablaban de un mundo absolutamente inimaginable para mí: ricos que aparentaban ser príncipes, príncipes que a duras penas lograban aparentarlo porque eran pobres como ratas, generales viviendo del cuento; rusos pobres y engreídos tratando de vivir como marqueses en París, en Baden-Baden, una especie de aristocracia pordiosera, amores amargos, destierro, y siempre el dinero como obsesión alentando todo movimiento, impidiendo cualquier expresión espontánea de vida. Mientras me estrujaba el cerebro para tratar de imaginar los ambientes, los vestidos, me preguntaba si de verdad era tan terrible bajar en la escala social, si de verdad tenía sentido tanto esfuerzo para no resbalar hacia lo que parecía un abismo aniquilador. Recuerdo como si fuera ahora la oprimente atmósfera del casino, la tensión de las miradas, el deseo sexual aplazado. Había tantos porqués sin respuesta que yo sólo podía aceptarlo todo tal como era, estar con ellos, desear que les llegara esa herencia escurridiza, mientras me preguntaba tímidamente, porque sospechaba que era una impertinencia fuera de lugar, por qué no trabajan; por alguna razón que no alcanzo, pensaba, no debe haber nada que puedan hacer por sus propios medios y están condenados a esperar a que se muera esa tía a la que aborrecen tanto como a sí mismos.
Yo empecé a saber de la vida a través de aquellos libros que me hablaban de unos conflictos, sentimientos y pasiones que a mi alrededor no parecían existir; me preguntaba si a los adultos que me rodeaban les había pasado o les pasaba alguna vez algo de eso, si habrían amado de ese modo incontrolable a una mujer que no era la suya o a un hombre que no fuera su marido, como Ana Karenina, si habrían traicionado a un amigo en un momento de miedo, si las dudas religiosas o filosóficas podrían llevarles a la ruina, y me contestaba que no, no podía imaginarme en esas tesituras ni a mis padres ni a nuestros vecinos ni a los profesores de mi instituto que eran todos tan normales, o sea tan iguales y tan en su lugar donde nunca pasaba nada que no supieran controlar. Necesité bastantes bastantes años para comprender que la vida normal se construye a fuerza de hacer como que no ocurre nada de eso aunque ocurra, que a veces los adultos son capaces de pagar el precio de estar casi muertos o parecerlo antes de dejar que la vida cotidiana se incendie con los conflictos propios del ser humano, y que en todo caso, cuando ocurre, los últimos en enterarse son los niños.

Otro impacto que recuerdo con gratitud fue el encuentro con otro tipo de mujeres.
Acostumbrada, aunque en constante rebeldía, a la pasividad de las heroínas de las películas americanas de los cuarenta y cincuenta que nos acompañaron a todos en este país desde Televisión Española en los años sesenta y aún setenta; acostumbrada a esas mujeres que nunca tenían iniciativa suficiente para nada, que aguantaban las consecuencias adversas, a veces trágicas, derivadas de simples malentendidos sin intentar siquiera deshacerlos, que lograban el amor (su único anhelo) siempre in extremis gracias a la benevolencia del guionista porque ellas, como modelos de feminidad abnegada, estaban más dispuestas a sufrir que a mover el culo (con perdón), pues acostumbrada a todo eso, a pensar que las mujeres debían (tenían el deber de) ser memas, las heroínas de Tolstoi me subyugaron, no es que las cosas les fueran bien o mal, es que hacían cosas para que les fueran de algún modo, tomaban iniciativas, abandonaban a sus maridos, cometían adulterio, se arrepentían, se volvían a casar, yo que sé, giraban igualmente en torno al amor y al matrimonio pero eran más protagonistas de sus vidas o al menos lo intentaban, se rebelaban, y a lo mejor se acababan tirando al tren como Ana Karenina. ¿Imagina alguien a una prota de película americana (o española) de los cincuenta suicidándose?, ¿o cometiendo adulterio y luego siguiendo con su marido tan ricamente sin que la parta un rayo justiciero como hace la Irina de Humo? 

Toda la vida pasaba por los novelones del XIX, por Los Miserables, por Madame Bobarí, por La Cartuja de Parma, y sobre todo por Guerra y Paz; toda la vida de las personas y del mundo, décadas enteras transcurrían entre el principio y el final de su montón de páginas: la gente se equivocaba, maduraba, tenía amores de juventud y luego se casaba, o no, iba a la guerra, se preguntaba si había Dios, las jóvenes alocadas se hacían adultas y dejaban de hacer locuras, o no, todos y todas llegaban a la madurez con heridas en el corazón y la prudencia aprendida a fuerza de darse golpes, en fin, como en la vida de verdad. Esto, a un adulto le puede gustar más o menos, pero para un adolescente es una revelación, porque cuando un@ llega a la adolescencia y entra al mundo de los mayores, compartiendo escenario por primera vez, cree presenciar una escena estática, acaba de llegar y piensa que lo que ve, el plano fijo, es la realidad, aún no tiene noción del paso del tiempo, no puede aunque lo razone, creer que sus padres fueron niños y jóvenes alguna vez, que amaron a otro hombre o a otra mujer antes que a su padre o a su madre, no le cabe en la cabeza que ella-él también cambiará, será otro-otra distinta a la que es ahora, por eso las novelas del XIX son tan necesarias a esa edad, es un curso acelerado de paso del tiempo, de evolución humana, en ellas se concibe por primera vez eso que parece imposible: yo también seré padre, yo también me haré vieja.
Tengo un hijo entrando en la adolescencia, le observo y espero sin hacer ruido, sin decir nada (como para no espantar el ave que tal vez está posándose en la rama sin que yo lo advierta) el momento en que descubra la literatura. Yo ya he hecho todo lo que estaba en mi mano: le he leído cuentos durante toda la infancia (¡y últimamente hasta novelas!) como hicieron conmigo, y hay libros por toda la casa; ahora no queda más que esperar y cruzar los dedos, aunque sé bien que, como decía la canción de Golpes Bajos, son Malos tiempos para la lírica, malos tiempos para los rusos.


Publicado en: Escribir y Publicar Nº31 2002