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La vida eterna

La vida eterna era eso pero yo no lo sabía. Era mi vida de cada día, solo que hasta ahora no me había dado cuenta. Era cuando no pensaba que las cosas tendrían un final. Cuando no pensaba en el final de las cosas. De las cosas que me gustaban y de las que no. Mis cosas. Las de siempre, las de cada día, las de cada año: ir unos días de agosto a Melilla a casa de mi madre, volver a ser hija, despertar por las mañanas con el sol ya alto entrando por las rendijas de la persiana, oír las voces de Fati y mi madre desayunando en la cocina, la luz distinta del patio en los distintos momentos del día: la repetición. O contemplar con S, desde la terraza de la casa de La Torre, el vuelo veloz y como atolondrado de las golondrinas la primera tarde templada del verano que está llegando. Disfrutarlo con ese sentimiento de ya ha llegado aquello, ya estamos otra vez en junio. Vivir, sufrir, como si nada tuviera un final. 

The Swallow. Autor Gilbert White (1879)

Y de repente, ahora… sólo veo el final, solo veo eso, que todo se acaba, que mi madre murió hace tres años y ya no voy a Melilla en agosto, que mi cuñado, que siempre iba a buscarme al aeropuerto, que tenía mi edad, murió hace dos años, que Paco, mi primer novio, aquel chico tan guapo, al que sólo veía muy de vez en cuando pero que sabía ahí, siguiendo con su vida a pocas manzanas de mi casa durante todos estos años, también ha muerto. Que cualquiera puede morirse. Cualquiera de los que quiero puede morirse en cualquier momento. Veo a S haciendo el tonto ante el espejo, recién arreglado para salir, "Nena, ¿has visto qué bueno estoy?", y pienso que un día recordaré yo o recordará él momentos como este que habrán dejado de repetirse. Y ya no logro disfrutar de lo que sí llega, de lo que sigue llegando, a su tiempo, como cada año, de las golondrinas que ya están aquí otra vez.
La vida eterna ha terminado.
La Torre de Fontaubella, agosto 2019